viernes, 2 de noviembre de 2012

Sanar

Dicen que curar un corazón roto lleva la mitad del tiempo de lo que duró la relación. Dicen. A mí me llevó casi lo mismo.
Durante diez meses lloré, odié, sufrí y juré que no volvería a enamorarme. No porque no quisiera hacerlo sino porque sentía que sería imposible. Amar se ama una sola vez y yo ya lo había hecho. Con todo mi corazón.
Los primeros seis meses me encerré en mi casa, no salí ni a la esquina, pero luego de ese tiempo y de a poco, me fui haciendo nuevos amigos y empezamos a organizar eventos bastante seguido.
En uno de esos grupos conocí a Pablo y lo detesté.
Me cayó pésimo de entrada, tuvimos un par de enfrentamientos en cuanto a opiniones contrapuestas y no podía ni verlo. Pero como la onda del grupo era buenísima y no daba tener mala onda con nadie decidí dejar de lado mi subjetividad y hacerme amiga.
Sorpresivamente nos empezamos a llevar muy bien. Ambos compartíamos la desolación de haber sido dejados por el amor de nuestras vidas y ahí fue cuando empezó todo.
Primero compartiendo experiencias, después dándonos ánimos. Así pasaron los días, después las semanas y luego los meses.
Todo era muy normal, muy de amigos. Hasta que caí en la cuenta de que él era lo primero en lo que pensaba al despertarme y en lo último al acostarme.  Sentí una mezcla de miedo, negación y superación al mismo tiempo.
Miedo y negación, porque no quería volver a pasar por el sufrimiento con el que me había enfrentado luego de mi ruptura con Matías. Y superación porque finalmente, después de tanto tiempo volvía a sentir algo por alguién. Al final no todo estaba perdido, existía la posibilidad de volver a querer a alguien y eso se sentía como lo más parecido a un milagro que pudiera existir.